viernes, 4 de febrero de 2011

EL ENCUENTRO

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El viejo se encontraba sentado a la sombra de un añejo sauce, las ramas del árbol lamían la superficie de la plácida corriente.

El hombre se ocupaba en preparar sus parcos alimentos en recipientes habilitados de envases de hoja de lata. Tendría alrededor de ochenta años y sus ropas, andrajosas, dejaban ver la miseria de los años.

Su rostro, cubierto de nívea barba, denotaba nobleza y los ojos, acuosos por la edad, brillaban con una inusitada inteligencia; de momento parecían los ojos de un joven, pero las blancas cejas y las arrugas faciales lo volvían a uno a la realidad. De sus labios surgía una dulce melodía, acorde al bucólico paisaje que le rodeaba.

En tanto cuidaba la cocción de las papas y nabos que hervían en un bote, el anciano sintió o presintió la mirada de alguien. Lentamente y sin dejar de silbar, fue mirando poco a poco en todas direcciones. De pronto lo vio, allí, entre los matorrales de la orilla opuesta; era un muchacho de no más de doce años. Su blanco rostro denotaba temor.

El viejo continuó en su tarea, como no dándose por enterado de la presencia del muchacho. Los minutos pasaron. Con un alambre el hombre picaba las papas para comprobar su cocimiento. Un aroma dulzón se esparcía, procedente de los alimentos en preparación.

El joven se fue acercando, temeroso, tal vez, del menesteroso. Sus miedosos ojillos no dejaban de ver al anciano, preparado a huir a la menor señal de peligro. El viejo lo observaba de reojo, curioso y divertido. Sus largos años en la vida le habían enseñado a reconocer los sentimientos de los hombres y en ese chico veía temor, angustia, soledad. Al fin el joven se acercó a la corriente del arroyo; el viejo levantó la vista y le sonrió, lo que dio más confianza al muchacho.

—Hola jovencito, - saludó el hombre - ¿vienes a nadar?

El joven no respondió, miraba con fijeza y desconfianza los movimientos del anciano.

—Discúlpame si estoy invadiendo tu territorio, - volvió a hablar el anciano - pero estaba cansado y escogí este lugar para reponer mis escasas energías y para preparar algo de comer.

En tanto decía lo anterior, el viejo sacó los alimentos del recipiente; el aroma de las reventadas papas llegó hasta la nariz del muchacho, quien al fin habló:

—No señor, no vine a nadar y estos no son terrenos míos. De hecho no vivo en las cercanías.

—¡Ah!, - repuso el anciano - así que eres un viajero igual que yo.

—Pues más o menos, - contestó el muchacho un poco, más relajado -

—Mira amiguito, - dijo el viejo mirando al joven - yo me dispongo a comer; ¿deseas acompañarme?, no es mucho lo que puedo ofrecerte, pero los viajeros solitarios como nosotros en ocasiones necesitamos platicar con alguien.

El joven vaciló, pero el grito de su estómago fue más fuerte que su miedo.

—Gracias señor, se lo acepto, pues desde ayer no he probado alimento.

Diciendo lo anterior, el muchacho cruzó el arroyo con el agua a las rodillas. Llegado cerca del anciano se sentó, mirando con avidez los humeantes nabos y papas recién cocidos.

—¿Cómo te llamas?, - preguntó el viejo como al acaso - en tanto hurgaba dentro de un morral en busca de sal.

—Miguel López, señor, - contestó el joven - ¿y usted?

—Mi nombre lo he olvidado. Hace tantos años que estoy solo……. Realmente pienso que a mi edad lo menos importante es el nombre.

—Bien Miguel, - continuó el anciano - antes de comer demos gracias a Dios.

El muchacho miró sorprendido al viejo, en tanto éste unía sus manos y elevando la mirada al cielo, oraba.

—Gracias Dios mío por permitirme vivir este día y por disponer de estos alimentos que tan generosamente me has dado; te agradezco Señor por permitirme compartirlos con mi hermano Miguel y humildemente te pido lo bendigas y aclares las dudas que pueda tener. Amén.

—Amén, - respondió el muchacho en forma mecánica -

—Muy bien Miguel, - dijo el viejo - ahora ya podemos comer.

El muchacho tomó una papa y de inmediato se puso a devorarla, no haciendo mucho caso de lo caliente que estaba. El viejo lo observó complacido y levantándose se dirigió a un naranjo cercano y cortó algunas hojas. Tomó el bote en que había cocido las papas y después de enjuagarlo lo llenó de agua y lo colocó a la lumbre, echando dentro las hojas recién cortadas.

Después de satisfacer su apetito, el hombre y el joven se quedaron en silencio, observando el recipiente en que se preparaba la infusión. Al fin habló Miguel:

—Dígame señor, ¿cómo es posible que con esta vida miserable que lleva, ¿dé gracias a Dios?

—Mira Miguel, - contestó indulgente el anciano - cuando tú vivas los años que yo he vivido, te darás cuenta que siempre recibimos más de lo que merecemos. Este pensamiento te hará disfrutar con plenitud todo lo que poseas.

—Pero no hablemos de mi, - continuó el viejo - cuéntame mejor de ti… ¿Tienes familia?

El rostro del joven se ensombreció, ….. guardó silencio….. Como meditando la respuesta que debería dar.

—Sí señor, - repuso al fin el joven, con un cierto resentimiento que el viejo alcanzó a percibir - tengo a mis padres y un hermano mayor.

El hombre lo observó en silencio, confirmando las sospechas que tenía desde que vio al muchacho. Sus ropas, de buena calidad y en buen estado, le hacían comprender que Miguel había huido de su casa por algún problema.

El viento tibio que corría entre los árboles, llevaba hasta ellos el aroma de las flores silvestres, en tanto que las aguas del arroyo murmuraban las delicias de la vida.

—Entonces, - volvió a hablar el anciano - ¿vas en busca de ellos?.

—No señor, - contestó el joven un tanto compungido - me he escapado de mi casa y en realidad no se a donde dirigirme.

—¡Vaya!, - contestó el hombre exagerando su asombro - pues en realidad esa fue una decisión valiente. ¡Debe haber sido grave el problema!…..

—Yo no se si sea grave o no, - contestó enojado el muchacho - lo que pasa es que no me gusta lo que me ordenaron mis padres: Quieren que diariamente lleve la cena a mi abuela y eso me quita el tiempo para jugar con mis amigos.

—Pues sí, - aceptó el viejo mirando de reojo al joven - debe ser muy molesto para ti, y ¿por qué no mandan a tu hermano?

—Pues porque mi hermano estudia por las tardes, - contestó Miguel - pero usted no puede comprender estas cosas.

—Efectivamente, - contestó el anciano - un viejo como yo no puede comprender las cosas de
los jóvenes…… Ahora recuerdo, hace muchos años…. Cuando yo era joven….. un poco mayor que tú…. Mi padre me ordenó ayudar a unas personas, lo cual podría ser peligroso para mi.

—Seguro que no le hizo caso, - respondió el joven muy seguro de la respuesta ¡los padres tienen cada ocurrencia!…

—Pues te equivocas, - contestó el viejo - sí lo obedecí y ¡vaya si sufrí!, pero al final fue satisfactorio.

—Pues yo no sé que pueda tener de satisfactorio el sufrir por ayudar a otra gente, - repuso obstinado el muchacho -

—Lo que pasa, - continuó el anciano - es que tú todavía no alcanzas a ver el sentido de la caridad. No te das cuenta que nuestros padres no nos ordenarían algo que pudiese ser inconveniente para nosotros.

La conversación decayó. Deliberadamente el viejo guardó silencio, en tanto retiraba del fuego el bote con la infusión de hojas de naranjo. Metiendo una mano en el morral, extrajo dos pequeños botes y sirviendo en uno lo entregó al joven; después llenó el suyo y los dos degustaron la agradable bebida. El viejo volvió a hablar:

—Bien Miguel, es tiempo de que continuemos nuestro camino si queremos pasar la noche en lugar seguro.

Con gran esfuerzo el viejo se puso en pie, recogió sus pocas pertenencias y después de apagar el fuego, tomó un bordón y se dirigió al camino, seguido de cerca por el joven.

La pareja caminó en silencio, solo se oía el pesado arrastrar de los pies del anciano. Un gavilán volaba en lo alto, en tanto el viento jugaba, levantando remolinos en los campos aledaños. El sol majestuoso alargaba ya las sombras de los caminantes.

Sin saber en realidad el rumbo que seguían, el joven se entretenía pateando los guijarros que encontraba a su paso. El viejo lo observaba sonriente, como si adivinara los pensamientos del muchacho.

—Dígame abuelo, - volvió a hablar Miguel - el sufrimiento que usted padeció ¿valió la pena?.
-¡Ya lo creo que valió la pena!, - contestó con firmeza el viejo - primero por haber obedecido a mi padre, y sobre todo, por haber podido ayudar a aquellas gentes, que de otra manera se hubiesen perdido.

—Pero sus padres deben haber sufrido por usted, - dijo interesado el muchacho -

—¡Claro!, ya lo creo que sufrieron, - contestó el viejo - igual que deben estar sufriendo tus padres por no saber donde estás.

—Yo no creo que sufran, - volvió el joven a su necedad - les queda mi hermano….

—¿Te parecería bien perder una mano?, - preguntó el viejo - de cualquier manera te quedará otra.

—Es que no es lo mismo, -dijo alarmado el muchacho - yo necesito las dos para hacer mis cosas.

—Lo mismo necesitan tus padres a sus dos hijos para seguir viviendo, - contestó el hombre - o, ¿acaso piensas que ellos se pueden deshacer de un hijo como quien tira unos zapatos viejos?

—Oiga abuelo, - preguntó Miguel - ¿qué hacía usted cuando era chico?, ¿jugaba con sus amigos?.

—¡Claro que sí hijo!, yo tenía muchos amigos y también ayudaba a mi padre en un pequeño taller. También ayudaba a mi madre a llevar agua del pozo; en fin, mi niñez fue muy similar a la tuya.

—Y cuando su padre le mando a ayudar a aquellas gentes - inquirió el muchacho - ¿tuvo miedo?.

—Para serte franco, - contestó el viejo - sí, sí tuve miedo y en algún momento dudé de la cordura de mi padre, pero mi obligación era obedecerlo y no me arrepiento.

—Oiga abuelo, - dijo el joven convencido - yo creo que tiene razón, mi abuela me necesita, pues ya es muy grande; y debo obedecer a mis padres. Además, los extraño mucho. ¿usted cree que me perdonarán?

—¡Claro que te perdonarán!, - asintió el viejo - los padres siempre están dispuestos a perdonar las faltas de sus hijos, pero tal vez te den algún correctivo, ¿crees que lo aceptarás?

—¡Desde luego que sí!, - dijo contento el muchacho - pero… me temo que no sé como regresar a mi casa.

—No te preocupes Miguel, - aseveró el anciano - detrás de esa loma está tu casa.

El chico gritó de alegría, pues al subir la loma se podía ver su casa y en su alegría se olvidó de preguntar al anciano cómo había sabido donde vivía, lo único que se le ocurrió preguntar, y eso cuando el viejo ya se alejaba fue:

—¿Y su padre, abuelo, ¿en qué trabajaba?

—¡Era carpintero!, - gritó el viejo en tanto desaparecía en un recodo del camino -.

F I N

Sergio A. Amaya Santamaría
Naucalpan de Juárez, Méx.
Octubre 22 de 1985
Escrito Un año antes de mi conversión.










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