jueves, 3 de febrero de 2011

EL POZO

Los niños se asoman al brocal del pozo, la madre de Josué, el de mejillas rosadas y lamparones de la tuna que recién comió. El chico mira a su madre, que con movimientos mecánicos, sacude el balde atado al extremo de la cuerda, para que el agua penetre y llene el recipiente, luego con ligero esfuerzo, hace ascender la cubeta con el preciado líquido.

Josué y Camilo, de la misma edad, que a los cinco años tienen la cabeza llena de aventuras fantásticas, se sientan a la sombra del mezquite, donde por las noches se suben a dormir las gallinas, fuera del alcance de los coyotes, pero no del tlacuache, que ocasionalmente se roba una gallina.

Camilo le comenta a Josué, que escuchó que en el fondo del pozo hay un tesoro y le invita a bajar a buscarlo. Cuando ven que no hay nadie en el pozo, los chicos se acercan a mirar el fondo con cuidado. El espejo del agua refleja el azul del cielo y sus nubes viajeras, también observan un brillo, que consideran, debe ser el tesoro.

Puestos de acuerdo, Josué se trepa al brocal y mete un pie en la cubeta, sujetándose con fuerza a la cuerda; Camilo le ha ofrecido bajarlo y cuando tenga el tesoro, subirlo para disfrutar de la riqueza obtenida.

Josué, haciendo alarde de valentía, se declara listo para ser descendido al fondo del pozo. Cuando Camilo siente el peso de su amigo, se da cuenta que no puede sostener la cuerda, que, aunque le quema las manos, finalmente escapa a su control. Sin tener tiempo ni para gritar, Josué llega de golpe al espejo de agua y su mismo peso lo sumerge con todo y cubeta; por ser de madera, el balde tiende a subir, con movimientos desesperados, el niño logra asir el balde y vuelve a la superficie, con ojos espantados mira en derredor los muros de piedra del ademe, cubiertos de una capa de musgo verde. Mira hacia arriba y ve un círculo de luz que le permite ver el cielo azul, pero a Camilo no logra verlo, le grita, pero no obtiene respuesta.

Acostumbrada la vista a la penumbra, distingue algo en el muro, mas bien observa la ausencia de algo, pues al muro le falta una piedra y se forma una especie de nicho, casi en la línea misma del espejo del agua; utilizando el balde como flotador, el niño patalea, tratando de acercarse al muro, finalmente lo logra, introduce la mano y un aletear le roza la extremidad, retirándola de inmediato, mientras ve salir una familia de murciélagos que habitaban en el hueco; cuando todo está en calma nuevamente, vuelve a introducir la mano, pero no siente el fondo del hueco, por lo que, haciendo un gran esfuerzo, mete todo el brazo y siente algo que no es piedra, intenta adivinar la forma, es rectangular: Una caja de madera. Empieza a tratar de sacarla, pero se resiste, una capa de algo viscoso la tiene casi cubierta. Saca la mano y la mira llena de guano, excremento de murciélago, pestilente, haciendo gestos de repugnancia, lava la mano en el agua y no halla como hacerle para sacar la caja; introduce de nuevo el brazo y empieza a sacar los detritus de los murciélagos; cuando considera que ha extraído bastante, intenta una vez mas sacar la caja. Ya para entonces y luego de tanto tiempo de estar metido en el agua fría, empieza a sentir adormecidas las piernas, pero en un último esfuerzo, logra sacar la caja; con mucho trabajo logra ponerla dentro de la cubeta, pero no puede abrirla, pues una vieja cerradura la mantiene cerrada. Hasta entonces recuerda que se encuentra en graves apuros, reanudando sus gritos de auxilio, llamando a su amigo Camilo.

En tanto esto ocurre, Camilo busca ayuda, la madre de Josué se ha ido al río a lavar la ropa de la familia, por lo que, a toda carrera, el muchacho se encamina en su busca, es casi una legua de distancia, por lo que tarda mas de lo que él quisiera, pero al fin encuentra a la madre, quien ajena a los problemas de su vástago, lava en el río y tiende su ropa sobre las ramas de los arbustos. Al ver llegar a Camilo, inseparable amigo de Josué y no ver a éste, siente un golpe de angustia en el pecho, cuando se entera de la situación, abandona lo que está haciendo y corre en auxilio de su hijo. Cuando llegan al caserío, todo está en silencio, solo se escucha el cloquear de las gallinas y el ladrido de algún perro en la lejanía, parece un pueblo fantasma. Se encaminan al pozo y, angustiada, se asoma, la madre piensa lo peor, ante el silencio reinante. El alma le vuelve al cuerpo cuando mira a su hijo que les hace señas desde el fondo.

—¿Tas bien Josué?..., agárrate juerte de la riata…, enlorita te sacamos.

El niño, casi al punto de la hipotermia, se abraza a la cubeta, cuidando de no perder la codiciada caja de madera. La madre empieza el lento rescate, luego de mucho esfuerzo, finalmente puede abrazar a su hijo, quien tembloroso por el frío, le muestra orgulloso la caja que ha rescatado.

Los tres se dirigen a su casucha y mientras le viste con ropa seca, Josué les relata la experiencia.

—Encontré el tesoro, Camilo, grita entusiasmado, ‘amos a abrir la caja.

Ante la mirada azorada de la madre, los muchachos, a falta de llave adecuada, destrozan la caja golpeándola con una piedra, al abrirse la madera, salen las monedas de oro, poco relucientes por la pátina del tiempo y la humedad, pero el sonido claro, como de campana fina, les indica la calidad del áureo metal.

De las familias de Josué y Camilo, nunca mas se volvió a saber en el caserío, corriendo varias versiones, aunque ninguna se relacionaba con el hallazgo del tesoro que la leyenda contaba. Tal vez hayan tenido una vida mejor, en cualquier parte a donde hayan emigrado.

Sergio A. amaya S.
Julio de 2010
Ciudad Juárez, Chih.


























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