viernes, 4 de febrero de 2011

ISIDRO

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La lluvia de la noche fue intensa, el campo se ve verde, brillante, y la tierra huele a humedad. Las hojas de la milpa se encuentran perladas de gotitas de agua que les dan un toque de fantasía. Es temprano, la ranchería empieza a despertar, las vacas mugen en el establo esperando a ser ordeñadas, los becerros se ven inquietos en sus corrales, deseando ser acercados a las cargadas y apetecibles ubres de sus madres. En el establo se inicia la actividad, unos peones echan agua y jalan el estiércol para limpiar el lugar; los ordeñadores preparan sus extractoras, lavándolas y lavando también las ubres de las vacas. Cuando alguna está recién parida, le acercan el becerro para que le active las glándulas mamarias y para que se beneficie la cría de las primeras leches. El patrón revisa con cuidado el estado de sus animales a fin de detectar temprano alguna enfermedad. Las mangueras de las máquinas extractoras adquieren un color blanquecino a medida que se van llenando de leche. Las vacas, aliviadas al dar principio la ordeña, comen tranquilas la alfalfa fresca que les acercan a los pesebres.

Isidro llega al corral de las cabras y abriendo la puerta permite que salgan al camino. Al frente del rebaño va un enorme chivo con un cencerro atado al cuello, que con su sordo “dong dong” guía al grupo en busca de apetecibles pastos. Los cabritos, juguetones, corren y brincan alrededor de sus madres, otros tratan de llegar, hambrientos, a chupar las ubres de sus progenitoras. Isidro camina a un lado, chiflando y arreándolas con un pequeño cayado. Colgado al hombro lleva su morral con el almuerzo y su guaje con agua para beber.

El camino está bueno, pues estas han sido de las primeras lluvias y el agua que cayó la noche anterior penetró aún en la sedienta tierra. Las zonas de pastoreo se encuentran a unos dos kilómetros del caserío que forma el rancho, cercanas a un pequeño jagüey que, debido a la prolongada sequía, estaba ya en sus niveles mínimos, pero gracias a estas lluvias, pronto volverá a llenarse, pues capta las aguas que bajan de los lomeríos que lo circundan. Más abajo, en el valle, los jagüeyes y lagunas parecen espejos que reflejan la luz del sol.

En algunas parcelas las yuntas van y vienen y los sembradores caminan tras ellas, depositando los dorados granos que los toscos huaraches hunden en el húmedo terreno, poniéndolos fuera del alcance de las aves que revolotean el campo. De vez en cuando los sonidos del campo son contaminados por el ruido de algún motor de tractor que, en forma moderna y eficiente, realiza el trabajo de diez yuntas.

Isidro camina contento, le gusta el campo húmedo, fresco, que huela a limpio. El niño, de unos 10 años, desde que recuerda siempre ha cuidado el rebaño de chivas de su padre, trabajador del establo. Ellos no tienen tierras, solo un pequeño solar donde su padre ha construido una casa de piedra y teja, donde viven los padres y tres hijos, de los cuales Isidro es el mayor. El niño no ha tenido la oportunidad de asistir a la escuela, pues alguien tiene que atender el rebaño de cabras de la familia. Su madre, analfabeta al igual que el padre, no conciben la vida más allá de las necesidades que la vida en el rancho les requiere. La raya del marido en el establo les da el diario sustento y la venta ocasional de alguna cabra les proporciona los satisfactores adicionales que su vida rural les demanda. Alguna prenda de vestir para la familia, huaraches que duran casi eternamente. Alguna celebración como bautizos o bodas de familiares. No son muchas las necesidades. La salud es secundaria, pues sus organismos, acostumbrados a la vida sana del campo, pocas veces requieren atención adicional.

En el rancho hay una pequeña capilla que ocasionalmente visita un sacerdote y realiza la misa dominical, entonces aprovechan para realizar bautizos, matrimonios, primeras comuniones y en fin, todas las ceremonias que se van juntando entre una y otra visita. En realidad la formación religiosa y moral se realiza en casa, en familia. Con un poco más de frecuencia la comunidad es visitada por evangelizadores de diversas denominaciones, teniendo más o menos éxito entre los pobladores, quienes más por tradición que por convicción, se declaran católicos, como la mayoría de nuestros conacionales.

En esta bucólica existencia se va desarrollando Isidro. El horizonte, allá en el valle, se le hace lejano, casi irreal. En la lejanía se perciben las torres de la iglesia del pueblo, lugar de fantasía, conocido por pláticas entre los mayores. Sitio que en la imaginación del niño encierra mil aventuras. En el rancho hay una escuela, es decir, un cuarto donde una maestra enseña a los niños de todas las edades lo que su buena disposición alcanza. Cuando tienen suerte, les llegan algunos libros enviados desde el pueblo. Las más de las veces la maestra les explica en el pizarrón lo que no pueden ver por la falta de libros. Isidro los ve con cierta envidia cuando pasa con su rebaño. Piensa que algún día podrá estar en ese grupo, aprendiendo alguna otra cosa aparte del cuidado de las chivas.

Llegados al sitio de pastoreo, las cabras se dispersan entre los matorrales, confundidas entre las de otro rebaño que llegó más temprano. Isidro busca la sombra de un árbol y extrae su almuerzo: Unas tortillas hechas por su madre en las primeras horas de la madrugada y un recipiente con huevo revuelto y frijoles con chile. El niño come antes de que se enfríen, tomando pequeños sorbos del agua fresca contenida en el guaje. Al terminar su frugal alimento, Isidro se recuesta contra el tronco de un árbol y mirando al valle se pierde en sus pensamientos…..

Isidro presiente peligro. Una gran sombra se acerca y amenaza con cubrirlo, el niño, aterrado, voltea hacia el lugar que ocupa una mujer, vieja y harapienta, pero pintada la cara en forma ridícula. Sonriendo hipócrita al niño.

—Hola, pequeño, ¿cómo has estado?

—Bien, señora, pero ¿quien es usted?

—No te preocupes, soy tu amiga. Se que te llamas Isidro y que tienes 10 años de edad, ¿estoy en lo cierto?

—Si, es verdad, pero ¿por qué me conoce?, usted no es del pueblo; nunca la he visto por aquí.

—Bueno, si bien es verdad que no me has visto, no es que no sea de por aquí, lo que pasa es que yo tengo mucho trabajo y viajo por todas partes. De unos años para acá como que se me ha cargado el trabajo. Si vieras que antes no era tan pesado. Pero eso me gusta, pues mientras más trabajo tenga, mas ganancias obtendré.

—Y ¿qué es lo que usted hace? - pregunta atemorizado Isidro, pensando que pudiese ser la bruja que se lleva a los niños, según les cuentan las abuelas.

—No tengas miedo Isidro, yo soy tu amiga. De hecho soy amiga de muchas personas, no solamente niños, aunque para serte franca, me gusta más trabajar con adultos, pues ellos ya saben que quieren, o mejor aún, qué no quieren; y yo estoy pronta a proporcionárselos.
Isidro cada vez entendía menos lo que hablaba la mujer, pero por alguna razón, ya no sentía tanto temor.

De pronto, silbando alegre se acercó un joven que, al ver a la veja le increpó disgustado:

—¿Qué haces aquí?, bien sabes que no debes acercarte a los niños, ellos no son culpables ni están preparados para hacerte frente.

—Tú que te metes, sabihondo, a este muchachito lo vengo observando desde hace algún tiempo y sé que va a ser de los míos.

—Eso si yo lo permito, - contestó valiente el joven -

En tanto ellos discutían, Isidro, temeroso se acurrucó junto al árbol. Sus manos apretando el morral contra su cuerpo, sintieron un bulto contenido en su interior. El niño, recordando qué era, lo extrajo. Era un viejo libro que el patrón había regalado a su padre y que éste nunca había hojeado. El niño no sabía leer, pero las imágenes que en el había, le indicaban que debía ser importante aprender a leerlo. Por lo pronto siempre lo llevaba consigo y en sus horas de espera tirado en la hierba lo miraba, tratando de dar sentido a las letras que brincaban repetidamente de un renglón a otro, sin sentido.

Al darse cuenta de ésto, la vieja lanzó un horrendo alarido y echó a correr despavorida. El joven, divertido le gritaba: ¡No te olvides, no debes acercarte a los niños!. No te pertenecen y de mi depende que nunca sean tuyos. Volviendo la vista hacia Isidro le dijo:

—Mira, pequeño, esto que acabas de hacer, abrir un libro, es el camino para que tú y yo nos encontremos más adelante. En este momento no interpretas lo que dice este libro, pero cuando vuelvas al pueblo, busca a la maestra y pídele que te enseñe a leerlo. Verás que es divertido.

—Pero, dijo confundido Isidro, ¿tú quien eres?, y ¿cómo te volveré a encontrar?. Me gustaría hacerlo, pues te enfrentaste con valentía con la vieja y eso me gustó.

—Cuando aprendas a leer Isidro, me encontrarás en cada libro que abras. Por ahora me voy, pues en algún lugar la vieja bruja debe estar engatusando a un niño. Hasta pronto, amigo.

Sergio A. Amaya Santamaría
Acapulco, Gro.
Julio de 1998




















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