jueves, 3 de febrero de 2011

REVIVIENDO EL PASADO

Era una tarde de esas en las que uno piensa en no salir de casa. La lluvia caía a torrentes y fuertes ráfagas de viento la azotaban contra el rostro, sintiendo como si mil agujas nos picaran a un tiempo; casi a fuerza, el caballo avanzaba entre el barrizal en que estaba convertido el camino. Las ramas de los árboles se sacudían con furia, como si quisieran quitarse de encima algo extraño. Luego de salir de una planicie, el camino empezó a ascender por la ladera de un cerro; de vez en vez, pequeños guijarros rodaban cuesta abajo, presagiando lo que podría ser un deslizamiento de la montaña. Metros abajo, se miraba, entre brumas, un pequeño caserío, tal vez era “Los Mezquites”, no mas de una veintena de casuchas de bajareque, habitadas por gente muy humilde, trabajadores a tiempo parcial en los cocotales de los alrededores.
Aún bajo la lluvia, el calor sofocante de la costa se sentía por debajo del impermeable. Al torcer en un recodo, el caballo se paró de pronto al detectar una fuerte corriente de agua que bajaba de la montaña, trataba de ver la corriente, para estar seguro que no bajaban rocas o piedras que pudieran herirnos, cuando estuve seguro de ello, espolee ligeramente al caballo, quien entró con cautela al arroyo, afortunadamente lo cruzamos sin mayor problema.

Finalmente la lluvia amainó, convirtiéndose en una llovizna fina, el viento también se calmó, pero el camino estaba muy complicado, durante cierto tiempo, el agua seguiría bajando de la montaña en torrentes furiosos. A lo lejos se vio un horizonte azul, manchado de amarillo y rosa, mostrando una hermosa puesta de sol, con las nubes de tormenta alejándose, rijosas, a descargar su furia en otros pueblos. Cuando al fin cesó la lluvia, detuve al caballo y con una frazada le sequé el pelo, le acaricié la cabeza y le obsequié con una jugosa manzana, en premio a su lealtad y valentía. Luego cabalgamos tranquilos, disfrutando el anochecer fresco, poco a poco iluminado por una luna que aparecía tímida y remilgosa, entre desgarrones de nubes huidizas.

Cuando terminamos el descenso de la montaña, pude apreciar la belleza de la planicie, la laguna luminosa. Los vaqueros, retrasados por la lluvia, arreando sus hatos rumbo a los establos; vacas de ubres cargadas de tibia leche que haría las delicias de los niños y los viejos.

Ya en el rancho, en la seguridad de mi techo y mi familia, reconocí los olores de mi tierra, tierra húmeda con olor a campo. El ladrido de mi perro y el acre olor del estiércol de mis vacas. Un agradable aroma a tortillas cociéndose, salía de la cocina. Me tiré en la hamaca, mientras uno de mis hijos desensillaba mi caballo y cerré los ojos, agradeciendo a mi Dios por tantas bondades entregadas a este pecador.

De pronto me sobresaltó un grito, no de furia ni de miedo, sino cargado de amor:

—¡Hijos, Chucho!, despierta a tu Tata para que venga a cenar, se quedó dormido toda la tarde y luego en la noche no puede dormir.

—Abuelito…., abuelito, dijo el chiquillo acariciando con sus manitas las blancas barbas del viejo, quien sonriente y nostálgico, acarició la cabeza de su nieto y nuevamente agradeció a Dios.


Sergio A. Amaya S.
Sept/2010 -
Ciudad Juárez, Chih.














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