viernes, 4 de febrero de 2011

EL PASTORCITO

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Juanito es un niño de diez años, moreno, de facciones mestizas. Vive en una ranchería del Norte del Estado de Guanajuato. Hijo de campesinos pobres, quienes sobreviven del trabajo de unas magras tierras, siempre en espera de la lluvia que año con año se hace más escasa.

Primer hijo de una prole de cinco, Juanito ayuda a su padre a algunas labores adecuadas a su edad; el niño tiene a su cuidado un pequeño rebaño de cabras. Muy de mañana, después de desayunar un jarro de café negro y unas tortillas con chile, el niño corre tras su rebaño, al que conducirá por las tierras desérticas, donde los animales buscarán algunas yerbas frescas qué comer. En un morral, Juanito lleva unas tortillas con frijoles y chile y al hombro, colgado, un guaje con agua para beber. Esa será su comida.

Esta es la vida diaria del niño en los últimos dos años. Lo acompaña en su diaria correría un fiel perro llamado “prieto”, nombre que le viene de su negro color de pelo. Siempre alerta, cuidando del rebaño y del niño. Lo único que diferencia los días de la semana en la vida del niño, es la misa dominical, a la que asiste toda la familia; para ir a la celebración, se tienen que levantar muy temprano, la madre asea a los chamacos y todavía oscuro emprenden el camino de unos tres kilómetros para llegar a la misa que se celebra a las ocho de la mañana.

Juanito disfruta esos momentos. Mira detenidamente las imágenes, sobre todo se queda mucho tiempo contemplando un retablo de la Virgen con el Niño Jesús en brazos. Le gustan los cánticos y los cirios encendidos lo hipnotizan.

Juanito se siente feliz cuando sus padres toman las manos de sus hijos y juntos rezan una oración que agradece a Dios por los dones recibidos y piden por el amor y la salud de todos. El niño no comprende bien de qué se trata, pero le agrada ese momento.

Después de misa, la familia se encamina al jardín del pueblo, donde la Banda de Música toca melodías para deleite de todos. En ocasiones, sus padres, haciendo un sacrificio, llevan a desayunar a sus hijos un sabroso jarro de atole y tamales. Es toda una fiesta.

Al volver a casa, la rutina se repite, aunque los domingos el padre acompaña a Juanito, pues ya es tarde y no debe retirarse mucho de la casa. En esas caminatas su padre le habla de algo relativo a lo escuchado en la Misa, de manera que el niño va comprendiendo un poco más de lo que ha escuchado. De esta manera Juanito se ha enterado que niños como él, es decir, pastores, fueron los primeros en acudir al Pesebre cuando Nació el Niño Jesús. Esa historia de alguna manera le agrada al niño, pues siente que por ello está más cerca de Dios. Entiende que Jesús eligió a gentes humildes como ellos para que fueran sus discípulos y entonces las tierras áridas se le hacen más hermosas. Los huisaches, las biznagas, los cactos y tantas plantas espinosas, le parecen como flores que adornan el paisaje en espera de que se repita el milagro.

Uno de tantos días en la vida de Juanito, el niño camina por el cauce seco de un río de temporal, las aguas broncas que rara vez discurren por el cauce, dejan ver en las riveras los cantos rodados y las arenas que al paso de los tiempos se han acumulado. El “prieto” corretea evitando que el rebaño se disperse, alegre y juguetón trata de atrapar una mariposa que revolotea en busca del néctar de las flores del desierto. Juanito camina despreocupado, lanzando piedras con su resortera, tratando de atinarle a las lagartijas que huyen ligeras a esconderse entre las piedras. Al dar vuelta en un recodo del cauce, Juanito ve, a la sombra de un huisache, a una joven madre sentada en el suelo, a su lado, un niño pequeño juega con los guijarros. Juanito se quedó mirándola, pues se le hizo conocida. La señora le sonrió y dirigiéndose al niño, le dice:

—¿Tendrás algo de comer para el niño y para mí?.

Sin responder, el niño mira su morral y su guaje, pensando cómo ofrecerle a tan dulce señora uno de sus tacos, y al niño, que podrá darle. De pronto recuerda que una de sus cabras acaba de parir y corre por ella para ordeñarla: haciendo a un lado el cabrito, el chiquillo extrae del morral un botecito limpio y con destreza extrae el preciado alimento. Una vez lleno el bote, vuelve al lado de la mujer y se lo ofrece. Ella lo toma y se lo da al niño, quien lo bebe con deleite.

Bajando la cara, como apenado, Juanito le dice a la señora que en su morral sólo trae unos tacos de frijoles que su madre le pone para almorzar. Los cuales le daba pena ofrecerle. La señora, sonriente, le responde:

— Abre con confianza tu morral, tal vez tu madre te haya puesto algo más.

Con inseguridad, Juanito vacía su morral al lado de la señora y ¡oh, sorpresa!, del morral salen frutas y viandas que el niño jamás imaginaría: Tiernas piezas de pollo, panes de diversas formas y sabores, frutos de todos colores y dulces diversos. La mujer sonreía con dulzura ante el asombro del niño.

Repuesto de la sorpresa, el niño explica a la señora que tal vez su mamá le haya puesto esos alimentos como algo extraordinario, pues la Navidad está cerca y quiso darle una sorpresa. La mujer aceptó la explicación e invita al niño a compartir los alimentos. El Prieto, mientras tanto, estaba echado junto al niño de la señora, quien jugaba con sus pelos, ante la docilidad del animal.

Juanito, por su parte, le pregunta a la señora que de dónde viene y hacia donde se dirige. La mujer le responde:

—Tengo muchos hijos y siempre estoy pendiente de todos, aunque el más amado es ese pequeñín que juega con tu perro. A ti te conozco bien, los domingos te veo en la Iglesia con tus padres.

El niño se sorprendió, pero pensó que entre tanta gente, no era difícil que la señora lo hubiera visto y por ello se le hacía conocida. Juanito se da cuenta que, de manera extraña, el rebaño se encuentra echado alrededor de ellos, algo raro en las cabras, que siempre están caminando en busca de ramas frescas.

El tiempo pasó sin sentirlo. Mirando al cielo, Juanito se dio cuenta que ya era tarde y debía volver, pero algo lo mantenía cerca de la señora y su niño. La señora lo sacó de sus pensamientos, recordándole que tenía que regresar a su casa antes de que obscureciera. Le indica que recoja los alimentos sobrantes para que los lleve a su familia y, de manera extraña, le dice:

—Dile a tus padres que inviten a sus vecinos a cenar en Navidad, pues debe ser motivo de alegría el celebrar el nacimiento del Niño Jesús.

El niño obedece y con tristeza se aleja de la señora y su hijo. Un rayo de sol que se filtra entre las ramas del huisache ilumina el sonriente rostro de la señora, bañándolo de oro, el niño, con su manita dice adiós a Juanito y sus animales.

Ya poniéndose el sol, la madre de Juanito sale a su encuentro, preocupada por la tardanza del niño.

El niño le explica a su madre el encuentro que tuvo y le da el recado a su madre, quien lo escucha con ternura, pensando que la imaginación del niño es muy grande. Tomando el morral, siente su peso y piensa que el niño debe haber recogido algunas tunas y nopales. Al llegar a su casa vacía el morral en la mesa y ve los alimentos que salen. Llena de asombro llama a su marido y a Juanito para que les explique el origen de tales viandas.

El niño les relata nuevamente su encuentro y el recado que les mandó la señora. Comprendiendo, el matrimonio prepara una cena y se van a la Iglesia a la misa de Navidad. Es la única ocasión en que salen de noche, pero por nada se perderían esa celebración. Además, en ella encontrarán a sus vecinos y les harán la invitación.

Ya en la Iglesia, Juanito se acerca a las imágenes y se queda contemplado a la Virgen con el Niño, le parece que la Virgen le sonríe y piensa, qué parecida es esta imagen a la señora que encontré. El niño regresa al lado de sus padres y tomándole de las manos se une a la oración: “Padre Nuestro, que estás en el cielo..........”

Sergio A. Amaya Santamaría
Diciembre de 2000
Celaya, Gto.


















































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