viernes, 4 de febrero de 2011

EL PERDON

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El joven caminaba trastabillando, no tendría más de 20 años, su aspecto sucio y descuidado denotaba su alejamiento de la casa paterna. Macilento, desnutrido, la mirada opaca y vacilante.

Era tarde ya cuando este joven, a quien conocían por el “compa”, llegó a un lote baldío donde se encontraba un grupo formado por 8 ó 10 jóvenes igual que él, inclusive 2 mujeres.

—Ese mi compa, llegándole aquí con los cuadernos.

El joven, callado se sentó en un rincón, junto al grupo. De cuando en cuando se veía el resplandor de una brasa que iba recorriendo el grupo; finalmente le tocó el turno al compa que con avidez chupó para hacer llegar a sus pulmones el humo, anhelante de vivir ese vacío que buscaba, como un huir de una realidad no comprendida.

El compa era hijo de un matrimonio de clase media, quienes a últimas fechas habían sufrido descalabros económicos, pues el padre había sido despedido de su empleo cuando, por falta de mercado, la fábrica en que trabajaba tuvo que cerrar. La madre, ama de casa, trataba de ayudar al gasto familiar, cosiendo algunas prendas que sus vecinas le contrataban; pero sus cuatro hijos, todos en la escuela, consumían la despensa más rápido de lo deseable. Así pues, esta estrechez económica trajo consigo las discusiones del matrimonio, que ya de sí no era muy amoroso.

La pareja vivía esa unión rutinaria donde casi nunca se escucha la palabra amor o se siente la calidez de una caricia.

El compa, entonces de 16 años, no comprendió aquella situación que vivía en su casa.

La comunicación con su padre no era buena y con su madre no pasaba de encomiendas y regaños. Quería a sus hermanos menores, pero podía vivir sin ellos. El era muy hombre y no necesitaría de nada ni de nadie.

Este último concepto se lo había escuchado a uno de sus “amigos” del barrio. Muchacho que destacaba entre todos porque no se le rajaba a nadie ni a nada. En alguna ocasión, reunidos en la noche, el grupo de “amigos”, incitados por el jefe, que ya así le decían al citado líder, saco de entre sus ropas un peculiar cigarrillo, lo encendió con mucha ceremonia y después de fumar él primero, lo ofreció a la pandilla; aquel que denotaba o manifestaba temor, era calificado de gallina o cobarde. Eso no lo toleraría el compa. El les iba a demostrar cuan macho era.

Decidido tomó el cigarro y le dió una profunda chupada, el acceso de tos no se hizo esperar, ante la risa y burla de la pandilla. Cuando pasó la tos, el jefe le dijo que no lo hiciera en esa forma, le enseñó cómo hacerlo y lo último que recordó el compa fué que se olvidó de todo y se sintió bien. Después de un tiempo se pasó el efecto y se sintió triste; con ese sentimiento regresó a su casa. Todos dormían, sentía hambre pero no halló más que un mendrugo de pan, se lo comió y se fue a tirar a su catre. El ambiente cálido y los ronquidos de su padre pronto lo sumieron en un profundo sueño.
Al despertar sentía la boca seca y amarga. Sus padres discutían en la cocina y él se metió al baño, orinó muy cargado, se echó agua en la cara y sin hablar se salió de su casa.

Se encaminó al lugar donde sabía que encontraría a sus amigos y efectivamente, ahí estaban el jefe y otro.

—Que pasó mi compa, inquirió el jefe, ¿cómo le amaneció?

—Me siento muy sacado de onda jefe, respondió el joven traigo la boca seca y no sé ni que onda.

—Pus agarre la onda compa, es por el “toque” que te diste ayer, a poco no fue bien “chido”.

—Pus la neta sí, pero donde voy a poder comprar eso, no tengo ni para un taco y ya me anda de hambre.

—No se preocupe mi buen, que aquí el jefe le arregla su asunto órale vénganse, invitó a los dos, vamos a echarnos un taco, yo pago.

Efectivamente, el jefe sacó un rollo de billetes y pagó la cuenta, observando de reojo a los dos muchachos.

—Pus cómo le haces jefe, a ti no te falta la lana, pasa corriente.

—¿No ven que yo tengo mis conectes? Agarren la onda y la hacen como yo.

En estas compañías el compa fué cayendo cada vez mas abajo, empezó a robar para pagarse su vicio y cada vez requería más, pues casi no toleraba el estar consciente. Pasaron dos o tres años, en su vagabundear fué a parar a otra ciudad, pero siempre en compañía de viciosos igual que él.

Una ocasión, caminaba solo en la noche, pasó frente a una iglesia cuya puerta estaba abierta. Su mirada fué atraída por un Cristo colgado al fondo del templo; de pronto vió que la imagen desprendió uno de sus brazos y lo llamó. El compa sonrió para sí y se dijo -- jijos ora sí estoy bien pacheco, ya hasta visiones miro...., con paso vacilante siguió de frente, tratando de olvidar el incidente.

Esa noche, no obstante la droga, el recuerdo de aquella visión no lograba borrarse de su mente. Recordó que algunas veces, cuando era chamaco, sus padres lo habían llevado a la iglesia, siempre era cuando alguno de sus tíos se había casado. De alguna forma recordó el olor del incienso, de la cera quemándose. En fin, eso no tenía caso, para nada le servía. Se enroscó en el suelo y cubierto de periódicos se quedó dormido.

Al día siguiente, recordando el incidente, prefirió tomar por otras calles, caminaba cabizbajo, pero el resplandor de una ventana le hizo levantar la vista. Era el comedor de una casa, una familia, estaba cenando y en el muro del fondo vió un crucifijo. Nuevamente Cristo soltó un brazo y lo llamó. Esta vez creía haber visto sonreír a la figura.

Rápidamente se alejó del lugar, pero la vista de aquella familia le recordó a la suya. Sintió añoranza por ellos; ¿Como estarían sus padres y hermanos?. Pero eso no era su problema, él vivía feliz, o ¿no?.

Esa noche ya no fué tan tranquila; recordó que cuando niño lo llevaban a la doctrina, recordó cuando hizo su primera comunión, a sus sentidos llego el suave contacto de la hostia y lloró, lloró en silencio, donde no lo vieran sus amigos, pues los machos no lloran. De entre sus ropas sacó una bachicha, la encendió y después de consumirla se quedó dormido. Un sueño intranquilo, lleno de recuerdos y añoranzas.

Pasó el día siguiente y sin sentirlo se encontró de pronto frente a la iglesia. Temeroso y apenado entró al templo. Olía a incienso y flores, estaba silencioso y en paz, una penumbra casi absoluta cubría el templo, se sentó a media nave y no sabía qué hacer. Nuevamente el llanto afloró a sus ojos, pero la obscuridad evitaba que alguien lo viese y lloró sin reparo. Llanto quemante, profundo. Llanto de soledad y de vacío.

De pronto sintió una presencia a su lado, era cálida y no atemorizaba.

—Bienvenido hijo, le dijo con tenue voz.

El joven titubeó pero habló -- ¿Es usted el sacerdote de esta iglesia?, le juro que no vengo a robar, si quiere ya me voy.

—Tranquilo hijo, no te espantes. Este templo es para todos. Veo que sufres y por eso te hablo, yo quiero ayudarte, si tú lo deseas.

—¿Pero en qué me puede ayudar?, he caído tan bajo que ni mis padres me perdonarán.

—¿Estas seguro de ello? -- preguntó el hombre -- porque hasta donde yo sé, los padres siempre perdonan. Sobre todo Uno. Tú no te acuerdas de mi, pero ya me conocías, recordarás que cuando te preparaste para tu primera comunión te dijeron que tu cuerpo era el recipiente en que se guardaba el Espíritu de Dios, por tanto, ese recipiente-cuerpo debía mantenerse limpio. ¿Recuerdas eso?

—Pues ahora que lo menciona sí, lo recuerdo pero yo no lo entendí y creo que ahora lo entiendo menos.

—Bien si me permites te lo explico ahora: El cuerpo del hombre, hecho por Dios, es casi perfecto y lo anima el Espíritu Divino; como el Espíritu no tiene forma definida, está en nosotros de manera absoluta e integral; en cada uno de nuestros órganos, en cada una de nuestras células, en cada uno de nuestros átomos.

—¿Lo comprendes?.
—Sí, ahora sí lo entiendo, respondió el compa.

—Bien, bien, te felicito. Ahora, supongamos que te regalan una taza de la más fina porcelana, ¿la llenarías de inmundicias?.

—¡No, como va a creer eso!, la usaría para comer los mejores alimentos.

—Bueno, ahí tienes la respuesta. Tú que eres el recipiente más fino, hecho por mano Divina, para recibir ese Soplo de Vida..., mira con qué lo has llenado, mira qué descuidado lo tienes. Rectifica tus pasos, vuelve a tu casa, tus padres, que te aman, te perdonarán y yo que te amo más, te perdono, vuelve a mi.

El joven lloró lágrimas de arrepentimiento. Levantó la vista al Cristo y vió que no estaba en la Cruz, buscó al Sacerdote con quien conversó y éste le sonreía en tanto se desvanecía en la obscuridad de la noche.

El compa salió, el aire era fresco buscó un arroyo y se baño, se tallo con fuerza para limpiar la mugre de los años y después volvió a casa, de donde no debió salir nunca.

Sergio A. Amaya Santamaría Zihuatanejo, Gro.
Pascua 1997


















































































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